REVOLUCIÓN, EMANCIPACIÓN Y… ¿EL DESTINO?
Las notas no son para ningún certamen sino para nosotros mismos, familiares e interesados. Estamos en 2013.
Revolución
Frente al espejo de la historia, veo hacia atrás y recuerdo mi infancia infeliz; todavía una niña, viví en San Luis Potosí y después en la ciudad de México. Eran los años de la Revolución Mexicana (1919 – 1920).
Al abandono del país por Porfirio Díaz, mi padre, como muchos militares “de carrera”, quedaron institucionalmente bajo el mando del gobierno de Madero. Fue entonces que, frente a la insurrección Felicista de 1913, mi padre quedó herido al defender el “Parque de Ingenieros”, justo al oriente del edificio de la antigua cárcel de Belem. Milagrosamente ha sobrevivido hasta hoy –verano del 2013- una sección del edificio de ladrillo rojo donde mi padre recibió el balazo –Fray Servando esquina con Vértiz-. Por años le escuché el relato: “Desde lo alto de la torre de observación de la cárcel, ya tomada por los alzados, los oficiales del Parque –de uniforme blanco-, fuimos blanco fácil…”
El Presidente Madero, personalmente, le hizo un reconocimiento y le otorgó poco después un ascenso.
Vino la usurpación de Huerta. Como compañero de armas en el antiguo ejército institucional y de sede el Colegio Militar, muchos militares se quedaron en el ejército.
Se les tildó de “huertistas y porfiristas” por hacer y ser lo que fueron siempre: institucionales. Sí, mi padre combatió a los revolucionarios en el noreste del país, fue “Jefe de Armas” en Monterrey e hizo un llamado a las partes en lucha para hacer una tregua en 1914 y combatir juntos al invasor norteamericano en Veracruz. No fue escuchado. ¡Cómo lo afectó esa indiferencia! Recuerdo que muchos años después señaló: “Nuestra nación pagará caro esa desunión frente al enemigo del norte”. Poco tiempo después, al término de una licencia, ya no regresó al ejército. Se negó a seguir matando hermanos mexicanos… “desertó” así del ejército huertista.
Fue solo hasta después de la caída de Victoriano Huerta y el advenimiento del ejército “constitucionalista” con Carranza en 1914, que se licenció a la tropa y clases del ejército federal.
Su Jefe Superior, el General Joaquín Maas, alistaba un vagón en la vieja Estación Colonia para huir al extranjero con su familia… Ya para esa época y con boletos en la mano para ir todos a Nueva Orleans –ferrocarril y barco- llegaron de San Luis Potosí a México ciudad, buscando amparo, su suegra, cuñada –Mercedes- e hijo, Francisco Eppens. Vendió pasajes y con el dinero, compró alimentos en el “mercado negro”.
Mi padre se quedó sin ingresos a causa del licenciamiento y careciendo de bienes de fortuna, tuvo que encerrarse en su casa. La realidad era que casi estábamos en el clandestinaje, compartiendo el primer piso de una casa con otra familia, situación que nunca habíamos vivido antes. A la periferia de la ciudad entraban y salían los bandos y grupos en pugna, haciendo tropelía y media. Se robaba, se asaltaba y se mataba a todos aquéllos que se les opusieran. Los distintos grupos tenían un denominador común: entraban a la ciudad buscando “pelones”, es decir, militares de carrera del antiguo ejército federal, cuya característica principal consistía en ostentar un corte de pelo casi al rape; era la disciplina militar de la época.
Los antiguos “pelones” tenían varios caminos a elegir. Uno era unirse a cualquiera de las causas y/o bandos en pugna; otro, y si había recursos, era huir del país. El tercero, después de haberse negado a matar paisanos, consistía en cambiar su fisonomía, indumentaria y hábitos con la esperanza de pasar desapercibidos, y mal buscar acomodarse en algún modesto empleo de civil, que eran escasísimos; la economía se había desplomado.
El ambiente en familia había pasado a ser de gran sufrimiento. En el curso de unos cuantos meses la relativa estabilidad económica de la familia se había destruido, y con ello, se había convertido en el triste hogar de un hombre que no recibía salario, es decir, los haberes de militar. Papá Wilfrido, antes escrupulosamente limpio, hoy vivía con la barba sin rasurar y el cabello más largo de lo acostumbrado. Nos manteníamos con la ayuda de otros familiares. Particularmente los niños pequeños nos encontrábamos en un estado de franca subalimentación, lánguidos y amedrentados. Después de mi madre, yo atendía el cargo… Fui prematuramente entrenada por la “universidad de la vida” en el arte de suplir a mi propia mamá para consolar hermanitos. Al recordarlo, siento correr algunas lágrimas por mis mejillas.
Pese a los esfuerzos de mi madre, los frijoles y las verduras no alcanzaban, muriendo dos de mis hermanitos a causa de la desnutrición… y el tifo. Nunca olvidé los sufrimientos y las carencias de esa época. Yo, aunque siendo niña, era la mayor de las hijas y debía ayudar en todo menester. Ocupada mi madre en el cuidado de los mayores, crecí siendo una madre sustituta para mis hermanos menores, particularmente para Guillermo, que era el más pequeño y desvalido de todos; nunca me sorprendió que, con el correr de los años, llegara a ser un gran hombre de ciencia mexicano que, pionero en su campo (efectos neuroquímicos de la desnutrición humana), no dejó de verme un poco como mamá.
Mi padre, al fin ingeniero, se ayudaba con la fabricación doméstica de unas parrillas o cocinillas de barro y lámina, que mediante una resistencia eléctrica, producían calor. Los hijos mayores salían a venderlas por el barrio, después de colectar el barro en las riberas del río.
Frente al espejo de la historia veo hacia atrás y lloro con emoción, recordando las angustias y sufrimientos de esos años de penuria. Me agita un recuerdo en particular, referente a la circunstancia en que salvó su vida milagrosamente mi papá Wilfrido.
Una mañana, llegó de la calle corriendo y temblando por la ansiedad; uno de mis hermanos mayores apuntaba a una parida de hombres a caballo que venían revisando portón en portón en busca de “ex-pelones”, y… ¡oh infortunio! La reja de la casita que ocupábamos permitía ver desde la calle, la calesa que usara mi padre durante sus años de servicio y que, aunque abandonada, polvosa, desvencijada y con una rueda rota, lo delataría rápidamente. Sólo los generales las usaban.
Los niños, aleccionados desde tiempo atrás para controlar emociones, no expresaban nada que pudiera delatar la presencia de nuestro padre. Corrieron a esconderse. Él, mi papá Wilfrido, tenso y ahora en peligro, observaba de reojo detrás de una ventana, al grupo de hombres que revisaban casa por casa. Presos de una gran tensión, todos escuchábamos el resonar de cascos en el empedrado callejero. El vecindario se encerró. Nadie respiraba; en un momento de desesperación, mi madre y yo tomamos la imagen de San Francisco de Asís y la plantamos en el asiento de la calesa, “mirando hacia la calle”. Conteniendo una viva emoción, mamá se dirigió a la imagen, diciendo: “¡Por lo que más quieras, ayúdanos; por los seres más queridos que tuviste en vida, protege a mi peloncito y no dejes huérfanos a los siete que me quedan!” tuve miedo de moverme y solo sentía el latir apresurado del corazón. Mis hermanos, escondidos y temblorosos, mi padre en una espera como de felino al ver amenazado su territorio y yo con mi madre llorosa a un lado, todos, escuchábamos los cascos de los caballos y el ruido de voces cada vez más cerca…
De pronto se escuchó un clarín; los caballos se detuvieron. En medio de gritos y exclamaciones agitadas, se escuchó una voz de mando, ya justo frente a la casa: “¡Regrésense, cabrones; se están venadeando a los nuestros desde el campanario! ¡Vayan a reforzarlos jijos de la…!”
¡Mi padre se había salvado! Y en un desusado abrazo colectivo, todos lloramos. Aunque usted no lo crea, como señala la frase, así fue y aunque usted no lo crea, ese ciclo de angustia, máxima tensión y relajamiento con lágrimas, marcó mi vida; ahora lo sé y lo siento.
No quedó mi carácter exento de un singular respeto a la figura paterna: en medio de muchos hogares maternalistas y con la figura del padre ausente, para bien o para mal, el que marcó mis años jóvenes –infancia es destino- fue paternalista. ¿Hasta dónde fue esto afortunado? ¿Hasta dónde fue infortunado? Las cicatrices que dejaron estos años en mi espíritu ¿Por qué se notaban tanto? ¿No será el destino una secuencia interminable de cicatrices espirituales?
Mis hermanos y yo vimos pasar la Revolución desde la reja de nuestro hogar. Con hambre, nerviosos y sin comunicación con el mundo confuso de afuera, todo era tener que interpretar constantemente los rasgos en la cara de los padres para saber cómo andaban las cosas. Los adultos, en épocas de crisis, siempre tratan a los niños como si no entendieran, pero ellos todo lo perciben, son más intuitivos y su sensibilidad no se ha empañado. El contexto se interpretaba viendo su cara.
Pegados a la reja, mis hermanos y yo veíamos cómo nuestro padre desempleado y antes impecable en su atuendo, con un impresionante uniforme negro y dorado, hoy vestía ropa prestada de mayor talla; salía en busca de sustento y algo de alimento que proporcionarnos a los niños. Era penoso para todos verlo regresar con las manos vacías. La situación era difícil y pasábamos hambre y frío. No había dinero en casa.
Recuerdo que uno de los aspectos de la Revolución que más me marcó, viviéndolo de niña, era el de la violencia extrema, que aparecía y desaparecía súbitamente, sin aviso previo y en cualquier parte. Angustia, tensión, relajamiento, lágrimas, parecía ser el inicio de un ciclo que marcaría mi vida.
El hambre frecuentemente iba ligada a esos cambios y me tocó verla de cerca. Murieron por esa causa dos de mis hermanitos, después de haber sido una familia acostumbrada a vivir aunque no holgadamente, sí con los mínimos necesarios. La economía familiar se había ido al traste y no había empleos ni fuentes de trabajo. No fue solo 1915 el “año del hambre” como apuntan los libros de “Historia de la Revolución” ¡Fueron varios años!
El sufrir cotidiano de ver a mi madre rodeada de menores a quienes alimentar careciendo de todos los medios para ello y el diario observar esta pena me llevó a pedir permiso para salir de casa ciertos días, muy de mañana y recorrer las afueras del barrio hacia el sur que en ese entonces eran campo abierto. Ahí recogía yo quelites, que llevaba religiosamente a la mesa de mi hogar para el alimento común. Solo yo sé lo que fue, en cierta ocasión, regresar satisfecha, con mi morral repleto de verduras, y sin anticiparlo, que el hambre y la muerte se cruzaran violentamente en mi camino.
A la vuelta de una esquina una turba corriendo… cien o doscientas personas airadas y vociferantes apiñadas a la entrada de la casa amarilla con el portón de madera, por donde yo pasaba diario de regreso a casa… “¡Comida, comida! ¡Harina, maíz! ¡Abajo los gachupines! ¡Mueran los acaparadores!”, gritaba la multitud.
Recuerdo que ante mis ojos de niña se sucedieron los hechos con gran rapidez. Alguien había delatado a “los gachupines de la casa amarilla” como acaparadores de arroz, maíz, harina, frijol y azúcar. Su tienda, mucho tiempo ha cerrada, había sido tapiada. No obstante, todos en esa casa, anexa a la tienda, continuaban saludables. “¿Qué comerán?” se interrogaban todos. “No llegaba nadie ahí con nada”. Durante la Revolución hubo también desconfianza, recelos y delaciones entre los vecinos del barrio; recuerdo los gritos de aquella multitud enardecida cuando arremetió con piedras y empujó el portón gritando a viva voz, mientras los gachupines desde la azotea, disparaban hacia el montón. Los disparos me sacaron de mi asombro y pude ver cómo, finalmente, en medio de gritos, empellones y súplicas, la gente sacó arrastrando los costales, y arremetieron todos contra los objetos de la casa y hasta con sus moradores. Sí se encontró comida… ¡y mucha! Un doble piso hacía las veces de bodega. La violencia y el griterío aumentaron, y después que la confusión cesó, sin poder apartar la vista del lugar y paralizada por una mezcla de terror y curiosidad, con mis ojos de niña, vi cómo quedaron tirados en esa calle cuatro o cinco cadáveres mezclados con frijol y azúcar regados en el suelo. Unos viejitos jalaban los cadáveres de los pies para poder recoger más desperdicios de comida. Angustia, tensión, relajamiento y… lágrimas.
Finalmente pude continuar mi camino. Llegué a casa y vacié los quelites de mi morral en la mesa de la cocina. Sin chistar me retiré a mi cuarto por el resto del día. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, en esa ocasión no quise probar bocado.
Veo hacia atrás y pienso que si pudiera sintetizar en pocas palabras los recuerdos que la Revolución implantó en mi mente, diría que fueron el del hambre, el dolor y la muerte, tomadas de la mano. Reflexiono: ¿Qué será mejor? ¿Una Revolución activa, violenta, sangrienta, “una poda” repentina que transforma a la sociedad súbitamente? o ¿Una transformación pasiva, lenta y dolorosa donde los cambios no se notan pero se dan paulatinamente, donde la gente no se alza en armas pero roba, asalta y mata a diario? Y el estado reprime, secuestra y desaparece poco a poco… No hay poda, pero el pueblo languidece paulatinamente, por años. ¿Quién destacaría más en la historia de los movimientos sociales? ¿Una Carmen Serdán o una Rosario Ibarra?
Me doy cuenta que no fui revolucionaria. No podía. ¡Si era yo una niña! Pero si fui “revolucionada”, que, como tantas mujeres en nuestra nación, también revolucionadas y firmes en su papel, constituimos después la raíz de la nueva sociedad post-revolucionaria. ¿La nueva sociedad? ¿Qué nos dejó a las mujeres el remolino? ¿Qué cambios sociales de género produjo la matazón de varios años después de 1913? ¿Se transformó realmente el estado de la mujer? ¿Hubo emancipación?
Emancipación
Me pregunto: ¿Fuimos emancipadas? ¿Fui emancipada? ¿Qué quedó de la mujer “revolucionada” al término de la Revolución?
Atrás quedaron los corsets, los chongos y los sombrerotes de gran dama que usó mi madre. Atrás las grandes faldas y sobretodos de París. Atrás las banquetas solo para el paso de catrines. Atrás un ejército independiente del yanqui ¡Aquí nos empezamos a agringar! Atrás quedó también una ciudad de México de 400 000 habitantes solo para una élite y las “Fiestas del Centenario”; sí, después de la Revolución, la ciudad se llenó de fuereños y una clase alejada de lo urbano hasta entonces: los campesinos y sus mujeres. Del chotis, el vals y las cuadrillas, se pasó a la popular y pegajosa “yo soy rielera y tengo mi Juan…”
Recuerdo cuando me corté el cabello y al lado de las Nahuis, Tinas, Isadoras, Alejandras y Antonietas, mi prima La Nena y miles de jovencitas y mujeres más, frente al espejo, dijimos adiós al cabello largo y la infancia dolorosa. Fuimos consideradas “Las Pelonas” de los estruendosos veinte, como yo, éramos adolescentes…
Aparecieron en la mujer los pantalones, los chalecos masculinoides y su mimetismo. A fumar ¡A fumar todas! Minifalda de flecos, mascadas, echarpes y telas; a bailar, a bailar “charleston” enloquecedoramente. En el Club Potosino “los roaring twenties”. ¡Cuánto bailé! ¡Cuánta libertad! Para nosotras las mujeres, jovencitas entonces, fueron los años veinte la verdadera re-evolución. A mí me llegó como a los 15 años, es decir, por ahí de 1925.
Mi padre Wilfrido, al fin Ingeniero, fue llamado por Vasconcelos para crear una Escuela para Hijos de Ferrocarrileros, ya que Obregón quería mostrar su gratitud al personal del medio de transporte, gracias al cual se trasladó por todo el territorio patrio. La Revolución -ya con L y R mayúsculas- rápidamente se rebasó la idea y se amplió, para constituir el ITI, en 1923, el Instituto Técnico Industrial, tronco precursor del IPN y criadero de técnicos para el nuevo país. Aunque éramos las primeras mujeres post-revolucionarias en lo que parecía ser otro mundo, no todo fue jolgorio, murales de Diego y Frida, ni trío Garnica Ascencio. Los Gobiernos del México nuevo abrieron a la mujer las puertas de la enseñanza “técnica” por primera vez en la historia.
Muchas ingresamos a las nuevas escuelas técnicas, como la famosa Escuela Técnica Industrial y Comercial (ETIC) del “Parque Lira”. Ahí aprendí a cortar y coser todo tipo de ropa, a decorar, a dibujar y pintar, a escribir a máquina, a reparar enseres y aparatos domésticos. Inducida por mi padre, ahí se me inscribió a los quince años y tuve como compañeras a hijas de obreros, de campesinos y empleados. Proletarios, como entonces se decía. Aunque algunas éramos de “clase media”, fueron valiosos esos primeros intentos del nuevo estado mexicano para sacar a la mujer de la cocina, de lavar ropa y de tejer calceta como único proyecto de vida. No salíamos todas a trabajar en oficinas, talleres y fábricas, separadas del hogar, pero aprendí mucho en esa socialización… lo que entonces aprendí fue bálsamo para las penas de la vida, que nunca cesaron. Adquirí destrezas que me fueron muy útiles en el transcurso de mi vida. Aprendí a cortar ropa de todo tipo, mejor que un sastre y a mi vez, sin tener una escuela propia, enseñé a muchas otras mujeres ¡Era muy hábil!
Era yo una bella adolescente y participé en eventos desarrollados en el “Estadio Nacional” por allá del sur en la colonia Roma… La inauguración del Estadio fue la apoteosis de la obra educacional obregonista. Como señala Vasconcelos “queríamos tener un teatro al aire libre para presentar cuerpos de baile y de gimnasia”… el 4 de mayo de 1924 se inauguró con 60 000 almas de público.
Pronto llegaron “los galanes”, “pretendientes”, como se les llamaba entonces. No fueron muchos, ya que mi padre, nacido en 1874, “porfiriano” y ex-militar, era bueno, pero de mano dura. Cuando manifesté mi deseo de estudiar Medicina, simplemente me espetó: “Las señoritas decentes no van a la Universidad”… ¿Cómo la ven?
Recuerdo al pretendiente alemán, con quien ya hacía planes de boda, y que, al regresar de un paseo por el Desierto de los Leones, atropelló con su auto a un indígena; despectivamente, siguió su curso sin detenerse… Le reclamé, discutimos y lo percibí racista; ahí terminó el romance. Sin sospecharlo, después apareció el bueno: era un “aguacate pellizcado”, es decir, un prieto de ojos claros, muy deportista, muy conocedor de los vehículos automotores y muy viajado; llegó del norte del país, un poco huraño ¿Cómo no iba a serlo si se quedó huérfano de padre y madre en la Revolución? Yo 19 años. Él, 25… pero antes de presentarles mis recuerdos al respecto, me llena de exaltación el de dos figuras femeninas de gran renombre que influyeron indirectamente en mi personalidad adolescente, es decir, en la segunda mitad de la década de los años 1920. Me refiero a Isadora Duncan y Alejandra Kollontai, de fama mundial; la primera pasó por México y la segunda se quedó varios años.
Isadora Duncan, innovadora de la danza moderna y que para mí, amante de la danza y el baile, representaba una mujer admirable, símbolo a emular; la segunda, Alejandra Kollontai, bella mujer de gran carácter que causó revuelo al llegar a México como primera embajadora de la URSS, precedida de sus libros e ideas acerca del rol de la mujer en “la nueva sociedad”. Productos de la misma época, con la revolución rusa, la primera guerra mundial y la revolución mexicana más o menos coincidentes en el tiempo, ambas recontextualizaron el papel de “la mujer nueva” y la “nueva moral sexual” en un nuevo marco de l-i-b-e-r-t-a-d.
Al igual que Isadora, Alejandra tuvo muchos enamorados. Eran muy atractivas ¿Qué adolescente no quiere emular a mujeres bellas e inteligentes? ¿Cómo no iban a influir en mí? Si yo era un espíritu sediento de libertad, alegría y belleza después de una infancia “muy dura”. En casa se hablaba mucho de ellas y yo, con mi hermana Refugio y nuestra bola de primas, hacía lo propio.
Y… ¿el “Destino”?
Poseedora de un temperamento vivaz, acepté sin muchos meses de cortejo la petición formal “de mano” de Manuel. En nuestra cultura: “Revolución” (y no reevolución), la realización de la mujer, se da en el marco de los hijos y el matrimonio. Después de todo Alejandra e Isadora no eran mexicanas, y la medicina y la danza podrían esperar, y ¡el amor ahí estaba ya tocando las puertas del corazón! ¿Medicina? Me lo negaron ¿Danza? Solo en la escuela o en casa con la profesora particular, mi hermana y mis primas. Mi instinto maternal se despertó y vi en la infancia de mi novio Manuel, un poco solitario y huérfano, alguien a quien proteger, como a mis hermanos en la Revolución. El enganche fue automático.
¿Cuántas mujeres pensarían como yo entonces? ¿Cuántas mujeres piensan así todavía hoy? Nunca lo sabré ¿Cómo resolver el dilema entre las posibilidades del amor-entrega frente a las aspiraciones de libertad-realización? ¿Cuánto pesó en la decisión para relacionarme con mi novio huérfano (y el más pequeño de muchos hermanos) una infancia protectora de hermanitos? ¿Es la condición de la infancia la que nos lleva a decidir de adultos? ¿Infancia es destino?
Nos casamos por lo civil a finales de diciembre de 1929 y en enero de 1930 fue la ceremonia religiosa en la iglesia de Enrico Martínez esquina Morelos. La colonia del Valle había iniciado su construcción en una especie de jacalón de madera –la de verdad- la que se ve hoy en día, pronto inició su proyecto… La del “Pueblo de la Piedad” iniciaba su ¡destrucción! en lo que hoy es Av. Cuauhtémoc y Obrero Mundial. Esto era contraesquina del Parque Delta.
Pronto llegaron los hijos. Manuel en 1930, María Guadalupe (Bibi) en 1931, Wilfrido (qepd) en 1935 y Bernardo en 1937.
Bernardo recibe mi atención completa pues padeció enfermedad desde pequeño… al crecer mejoró y se hizo fuerte. Con los demás padecí. Manuel desarrolló su zurdera y para 1938 ya casi la hice desaparecer. Con Bibi batallamos por sus problemas de piernas; Wilfrido no escapaba de mis ratos de mal humor. Pasaron los años y sufría yo las infidelidades de Manuel, como sufrí yo todo mi matrimonio. Más años encima, problemas y mi esposo “perdió” su trabajo aquí en el D.F., en la Agencia Central de la Ford. Nos trasladamos a Nuevo Laredo. Era empezar de nuevo, de 1943 hasta 1948; el lado americano de Laredo estaba en la IIª Guerra Mundial y hasta allá iban los hijos a la Escuela y era la oportunidad para aprender inglés en un contexto cultural que les era ajeno.
Hacia 1946 me embaracé y perdí, por meningitis, a mi última niña –Alejandra- que fue enterrada en el Panteón Civil de Nuevo Laredo.
¡Ah! ¡Cómo me afectó ese drama! Pues Alejandra era mi hija ya cuando yo era mayor (35 años). No hubo más… ¡cómo sufrí la desaparición de Alejandra! Mi carácter tenía altas y bajas y cuando digo bajas, eran producto de una ¡depresión crónica!
Para el fallecimiento de mi padre Wilfrido y ceremonia -a cuerpo presente- en el IPN de Santo Tomás en marzo de 1944, nos trasladamos temporalmente a la casa de la ahora viuda (mi mamá) en Gabriel Mancera 233 (antes calle Rosal). Con los hijos al lado, ahí estuvimos hasta fin de ese año y regresamos a nuestra casa en González 2012 en Nuevo Laredo; sufrimos mucho en el D.F. todo ese 1944…
Cuando la familia regresó al D.F. –finales de 1948- yo ya no salía de la depresión, misma que se expresó con esas “altas y bajas”. Sufría yo mucho e hice sufrir a los que me rodeaban.
Viví la Revolución, pensé en la Emancipación y el ¿Destino? me pregunto, ¿Dónde quedó?