ENTRE LA GENÓMiCA Y EL ETNOCIDIO…¿UN MILAGRO?
2ª y última de dos partes ( * )
Mientras mi mente divagaba con reflexiones como las anteriores, a través de la ventana observaba un bello atardecer norteño, mi mirada se posó en el estante donde sobresalía una caja conteniendo legajos arrumbados; algunos en particular llamaron mi atención, contenían un encabezado de bella letra antigua que surgía debajo del polvo que quité a soplidos… Después de paleografiados pudimos leer: “Causales huachichiles que no prosperaron” y al margen, un sello casi ilegible “Arzobispado de…” La encargada del archivo me comentó al respecto: “son relativos a hechos extraordinarios de los
Resulta que una vieja Cabeza Roja se acercó a cierto misionero escribano por allá de 1750 -se relataba en el texto- para contarle en tercera persona, su propia historia: de cuando fue joven, con piel aún no muy bronceada por el sol, sin arrugas; tenía ojos de “borrao” ; para el misionero la mujer guardaba aún facciones otrora bellas. Relató ella en alguna lengua tribal no registrada, que meses después de un “mitote” hacía muchos años, parió gemelas a la sombra de un gran mezquite. En este punto recordé que leyendo el libro citado de Valdez, para los días del “mitotl” que tenían lugar en ciertas fechas, reuníanse decenas, quizá centenas, de tribus, clanes y grupos lingüísticamente afines, interactuando todos libremente en un gran convivio al pie de las nopaleras, su fuente de agua y vida. Por tres días, padre, madre, hijos mayores y hasta abuelos o abuelas se desbalagaban entre la comunidad regocijada. Había música primitiva y circulaba algún licor olvidado como el sotol, bacanora o cualquier otro obtenido de semillas de mezquite fermentadas. Regresaban después a su clan y nadie inquiría nada, nadie cuestionaba. Nada de resentimientos, celos o querellas por aquellos “encuentros” efímeros. Un “mitotl” era ocasión única para embarazarse sin tener que pedir permiso al Consejo de Ancianos…¡así intercambiaban genes e impedían la dañina endogamia!
Fig. 1
Para la mujer cuyo relato había quedado registrado en el legajo, el nacimiento de gemelas producto del regocijo en el mitote pasado representó, no obstante, un serio conflicto; de la misma manera que los muy viejos, los inválidos o los incapaces para desplazarse con el resto de la tribu, eran dejados atrás al iniciar su migración –eran una carga para desplazamiento del grupo- la ley inflexible de la supervivencia entre los nómadas limitaba de manera estricta el número de hijos. Verán ustedes, regularmente las jóvenes parejas eran autorizadas para tener solamente un hijo, y si nacían dos, como era el caso de los gemelos, uno debía de morir. Movilidad e independencia eran el imperativo de los huachichiles, siempre alertas a clanes enemigos y los imprevistos de la Naturaleza.
En su oportunidad, al ver lo agraciado de las pequeñas, la mujer del relato no informó como debía al Consejo de Ancianos del nacimiento de sus hijas, producto de padre mitotero desconocido. Internalizado en la conducta de la mujer, quizá desde millones de años atrás, el sentido biológico de la “maternalidad-protección” llevó a la madre a entregar clandestinamente una de las dos gemelas a otra mujer para su resguardo…Cuando se podía y bajo las sombras de la noche, la madre y su amiga se reunían con ambas niñas para verlas crecer juntas. En el caso que nos ocupa –hoy lo sabemos por estudios con gemelos- llamaba la atención que una de las dos pequeñas fuera la “dominante”, la fuerte, la ágil y la que pronto podría elaborar “cestería de nudo apretado”, típica de los grupos trashumantes del norte, capaz de portar agua sin que se filtrara una gota, o cocer a la leña de mezquite seco, alfarería tan fina que se le conocía como de “cáscara de huevo”; veloz, correteaba cervatillos “cola blanca” y atendía con celeridad los gritos y silbidos de sus mayores. La otra gemela, en cambio, tomada por lenta y perezosa, solo era capaz de ayudar a recoger raíces y leña, recolectar alimentos de la estación o guijarros para collares. Lo más molesto era, no obstante, que la pequeña no “obedecía” al gritársele que se detuviera cuando el clan iba en marcha por el desierto; la pequeña seguía adelante, silenciosa, aislada; tampoco pronunciaba palabra o sonido alguno.
Sería así que eventualmente, se dieron cuenta que la niña –la gemela más débil- era sordomuda. Aunque en las noches solía mirar extasiada el cielo estrellado y la Vía Láctea como solo se observa en el límpido desierto norteño, la pequeña no hablaba nunca… “¿Cómo sobrevivirá esta niña al no ser capaz de escuchar el lenguaje de silbidos, parte esencial de nuestra comunicación huachichil? ¿Qué hará en momento de peligro o desplazamientos del clan?”, cavilaba la madre. Con el correr de los meses y para mayor infortunio de la pequeña, el Patriarca del grupo descubrió el secreto, descubrió el desacato de la madre muchas lunas atrás ordenando se le citara ante el Consejo de Ancianos…La audiencia entre la madre y los ancianos solo pudo haber producido un veredicto final: “Pariste dos niñas y una debe morir; de otra manera nuestra tribu empezará a crecer excesivamente poniendo a todos en peligro”, señaló el Patriarca, “y rompiste las normas que nos han regido desde nuestros antepasados”, reforzó otro de los ancianos…” También las dos mujeres fueron sancionadas sin que hubiera la menor duda sobre cuál de las dos gemelas debería morir; mientras tanto, madre e hija serían expulsadas del grupo hasta no verse ejecutada la pena.
Asignóse para el caso a dos de los hombres más fuertes del clan, uno de los cuales portaría un gran mazo de “palo fierro”; otro, a manera de escolta, condujo fuera de la comuna trashumante a la madre e hija. En silencio se trasladaron a un lugar rocoso, alejado, mientras la víctima inocente, ya con algunas primaveras encima, recogía piedritas atractivas ignorante del futuro que le esperaba. Sin pronunciar palabra, la infortunada gemela era seguida por la madre y los dos hombres. De pronto el que portaba el mazo se detuvo y exclamó “¡Aquí!” al llegar a una gran piedra, plana en su cara superior y de altura que consideró adecuada; atardecía ese día de otoño bajo una leve brisa, mientras “El Lucero de la Tarde” se levantaba sobre el horizonte azul obscuro. Erguida, la madre imperturbable, aceptaba estoica la ley del nomadismo manifestando solo un brillo desusado en sus ojos. La pequeña recargó su cabeza en la piedra y en un instante inadvertido, mientras el verdugo del mazo descargaba un golpe mortal, la gemela víctima, la que no escuchaba nada, la sordomuda y tildada de inútil, la incapaz de pronunciar palabra alguna, giró la cabeza y mirando a la madre susurró: “Adiós Madre mía…”
Yo por mi parte, cerré el legajo al que faltaba la última hoja y guardé silencio unos minutos…Imaginé lo que pudo suceder después, los “escenarios posibles” decimos hoy en día, racionales y modernos. Lo que imaginé entonces no viene al caso y solo vale decir que, enjugándome una lágrima, decidí cambiar definitivamente la genética por la historia…
( * ) Texto basado en una idea de J.M. Vargas Vila, 1923
Fig. 1.- Un cuadro de Antoine Tzapoff de su catálogo de 1988, México, DF
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